jueves, 26 de marzo de 2009

¡Padre, glorifica tu Nombre!

"Padre, glorifica tu Nombre. Entonces se oyó una voz venida del cielo:  
 - Ya lo he glorificado y volveré a glorificarlo." (Jn 12, 28)


Creo que hace falta clarificar un poco tres palabras: Padre, glorifica, y Nombre.

Padre: Para nosotros es fácil porque desde niños nos dijeron que Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y que Jesús es el Hijo hecho hombre. Pero para una persona que no ha sabido esto le debe resultar difícil aceptar que Dios, siendo Dios, tenga un Hijo, y, además, que éso sólo lo pudimos saber porque Dios decidió decírnoslo, al revelarse en el Hijo hecho hombre. Y por tanto, que Jesús lo llame Padre ya no parece tan ridículo ni tan herético, como parecía a los judíos. Pero, claro, no es lo mismo decirse Hijo que serlo. ¿Cuántos en la historia se han arrogado ese título de hijos de Dios, en su propio beneficio, para legitimar su poder y manejo de los otros?
Sin embargo, aquí, Jesús lo llama Padre en dos sentidos: reconociéndolo que es su Padre, y que además tiene el poder. Él se sabe que no tiene más que el poder que el Padre le ha dado, quien le dio todo menos el ser Padre. Pero sabe que el poder del Padre es del Padre, como origen, autor y principio.
Para comprender un poco esto hay que animarse a filosofar en serio un rato, y yo los animo que lo intenten.

Glorifica: significa manifestar el poder o la gloria del poder, el brillo, la majestad, la luz, el esplendor del poder de Dios. Manifestarlo para que se vea, para que se lo perciba, para que se lo capte, y para que nos asombremos profundamente.

Nombre: quiere decir el "Quién es", pero sabiendo que en Dios coincide absolutamente con el "Qué es", y con el "Qué hace", "Qué quiere", "Qué decide". Es decir, en la palabra Nombre está encerrado todo el misterio absoluto de Dios, toda su majestad, y precisamente su Voluntad, Sabiduría y Amor.
Porque Dios es Amor, es sabio en grado absoluto, su Voluntad divina es compartir ese amor con los hombres por los caminos de sus infinitamente sabios designios.

En esos designios estuvo la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María para nacer como hombre, como lo recordamos en la fiesta litúrgica de la Anunciación, y como dijo la voz "Ya lo he glorificado". Ya lo he hecho, ya está realizado, ya mi plan está en marcha.
Y también en esos designios estará la resurrección, la victoria sobre el príncipe de este mundo y sobre la muerte. Por eso dice "Lo volveré a glorificar". Ya lo mostraré, ya lo verán, y creerán, porque "atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 33).

Jesús le entrega todo al Padre con esa frase, confirma su obediencia a sus designios de salvación, porque para eso ha venido (cf. Jn 12, 27), y en medio de su dolor tiene el gozo de estar venciendo al maligno, al pecado y a la muerte para salvar a todos los que crean. Su pasión, su padecimiento, tenía sentido y él veía que entregándose como un grano de trigo enterrado para dar fruto (cf. Jn 12, 24), daría fruto, daría vida, salvaría a los hombres, de una vez para siempre (cf. Heb 10, 10).

Demos gloria al Padre de los cielos por sus designios salvíficos. Y aunque no los entendamos, recibámoslos confiadamente, porque de Dios nada malo sale jamás. ¿Por qué dudar?


martes, 24 de marzo de 2009

Aprender a obedecer



"Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer." (Hebreos 5,8)

¿Tuvo Jesús que aprender a obedecer?




El problema no está en aprender. El problema es obedecer.
Porque obedecer significa escuchar al que manda y someterse.
Y sin ninguna duda que eso requiere de un aprendizaje.

Hay que aprender a conocer al que manda, en este caso a Dios. Un Dios que es tan sabio que ve mucho más allá que nosotros. Y como lo mueve el amor, sus designios son sabios y amorosos, siempre en bien de los que ama. Y Dios ama a todos.

Hay que aprender que manda. Porque tiene la autoridad legítima sobre todas las creaturas.

Hay que aprender que hay que escuchar. Porque Dios es el que habla. De Él procede la Palabra. Y, cuando Dios habla, habla para ser oído. Habla para ser recibido. Es don que hay que recibir y no es posible despreciar ese don impunemente, porque no se rechaza cualquier cosa. Se lo rechaza a Él.

Hay que aprender a escuchar. Porque cuando Dios habla no hay que escuchar sólo lo que gusta y conviene, sino todo lo que dice. Hacer interpretaciones ilegítimas, para disimular su mandato, para desdibujarlo, es ponerse por encima de su autoridad, y de la autoridad de su palabra dicha. Sólo su Espíritu interpreta la verdad de Dios. Quien no tiene el Espíritu de Dios, quien no hace caso al Espíritu de Dios, no podrá interpretar correctamente nunca la Palabra de Dios. No estará compartiendo lo que Dios dice, sino lo que se quiere que diga.

No hay que aprender a entender, sino a escuchar. Se equivoca el que quiere primero entender a Dios para luego hacerle caso. Se equivoca porque primero debe creer para entender. Y creer verdaderamente es obedecer, porque es adherirse a Dios y a su voluntad.

Por último, hay que aprender a acatar lo que está mandado. Hay que aprender a obedecer, como dijimos, adhiriéndonos por opción personal y libre a Dios para hacer su voluntad, que es sabia y amorosa, aunque no entienda yo sus designios, ni por dónde me conduce, ni qué quiere hacer, ni cómo lo quiere hacer, ni cuándo. Esas cuestiones no me corresponden saberlas porque no voy a juzgar a Dios. Jamás podré, y líbreme Dios de querer hacerlo alguna vez. Jamás tendré la autoridad para cuestionar la autoridad de Dios. Porque no soy sabio, porque no soy más que un pecador.

Jesús no era pecador, pero era verdadero hombre. Como Hijo de Dios, es decir, como verdadero Dios, indudablemente conocía y aprobaba la voluntad de su Padre. Pero como hombre debía someter su voluntad humana a la divina. Y como hombre le angustiaba su hora, su muerte, su sufrimiento. Pero aprendió a obedecer, aprendió a acatar, aprendió a entregarse al designio sabio y amoroso del Padre, aprendió a confiar en Él totalmente, esperando que lo libre de la muerte.

¿Cuándo yo obedeceré a Dios de ese modo? Ese día seré un convertido, seré santo.

lunes, 23 de marzo de 2009

Dentro de mi corazón

"Pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones." (Jeremías, 31, 33)

Que Dios escriba en mi corazón su ley me ubica como un miembro adulto de la familia de Dios.

Si la Ley de Dios es exterior a mí no la incorporé. Si no la incorporé está fuera, y me "mandan" desde afuera y puedo sentir seguramente la tentación de no obedecer, de no acatar, de no adherir.
Es la postura de los infantiles y adolescentes.

En cambio la del adulto en la fe, la del adulto creyente, es asumir que pertenece, y que pertenece por deseo propio, por opción propia.

Es decir, que cuando uno siente el gozo de formar parte del pueblo de Dios, de la familia de Dios, de ser hijo de Dios, lo guarda con cuidado, con celo, con responsabilidad, como un tesoro capaz de hacer vender todo para adquirir el campo donde está. El campo es la filiación con Dios, es el discipulado y el seguimiento de Cristo, es el ser Iglesia, es el ser miembro de Cristo.

Ese es uno de los sentidos de la expresión en Jeremías. Tener la ley en el corazón, significa no tenerla fuera. Es tenerla asumida, aceptada, no como agobiante, sino como la fuente más fuerte de la libertad porque es "sentir" como Dios, amar como Dios, obrar como Dios, no con el poder de Dios, sino con el Espíritu de Dios. Es haber conformado mi conducta a la voluntad de Dios, haber conformado mi conducta con la misericordia, la compasión, la paciencia, el perdón, el amor hasta el extremo como Dios nos amó.

viernes, 20 de marzo de 2009

En


" Fuimos creados en Cristo Jesús " (Efesios 2, 10).

¡Qué misterio hay encerrado en esas palabras!
Esta frase resume un misterio enorme: el misterio de la intencionalidad de Dios para con el hombre.

¿Fuimos creados? ¡Por supuesto! No existíamos y Dios fue el único con el poder y el deseo de crearnos. Y nos creó.

Se atribuye al Padre la obra creadora, pero el Padre jamás está solo. Es la Trinidad Santa la creadora, Dios. Se apropia al Padre la creación, como origen de todo, de quien procede tanto el Hijo y el Espíritu Santo.
Si embargo, la obra de la creación es fruto de la acción mancomunada del amor de las tres divinas personas. Nos es dificultoso para nosotros comprender fuera del tiempo y de nuestras capacidades cómo Dios hizo la creación. Pero la hizo, nos creó, nos hizo existir, hizo existir todo. "Y vio Dios que era bueno". 

Uno puede aceptar por la lógica que las cosas no surgen de la nada por sí mismas. Algo las genera, y si no las engendra las arma con partes de otras cosas. Pero si no las engendra ni las armas de algo previo, sólo queda aceptar que las crea, y aunque suene redundante, eso significa que no existían (eran nada), no eran, y las hace ser, las hace existir. Por eso afirmamos que cuando Dios crea significa que crea de la nada, no utiliza nada previo. Tiene Él el poder suficiente para hacer eso y mucho más.

Pero ¿para qué creó todo, especialmente al hombre? ¿Por qué le dio al hombre la capacidad de optar y decidir, de hacer el bien y poder hacer el mal, por qué le dio la capacidad de ser libre? 
Precisamente para que sea libre. Porque la libertad es una conquista, es un proceso que se realiza, es un compromiso que se asume, es un don que se cuida, es un tesoro que se aprecia porque verdaderamente tiene su precio.
Y ahí entra a explicarse la frase de San Pablo: "En Cristo Jesús".

Jesús es el Hijo de Dios (el Verbo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, que existía desde siempre [Jn 1,1]) hecho hombre, que comenzó a estar entre nosotros en un momento preciso de la historia cuando el Angel Gabriel anunció a María que concebiría del Espíritu Santo y por su poder, sin intervención de varón, un óvulo suyo sería completado en su cadena genética para dar lugar humano a la persona del Verbo de Dios, al Hijo, y luego nacería de ella en Belén, hace alrededor de 2.000 años. 
El Verbo ya existía desde el principio, y por él fueron creadas todas las cosas. Y los hombres fuimos creados en Él. Por Él son creadas todas las cosas porque Él es la Palabra creadora, que llena del poder del Espíritu divino hace que exista toda la creación. Pero además de ser creados por Él somos creados "en" Él, y eso significa que el amor trinitario quiere hacernos participar de una relación inmensamente particular: Dios ha amado tanto al hombre desde su sabiduría creadora que ha preparado todo para que la humanidad toda, y eso también hay que decirlo, cada uno de nosotros, yo, estoy y estamos invitados a formar parte de esa relación de amor inconmensurable, infinito, impresionante, maravillosísimo, fascinante, que existe entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. 
El Padre ama absolutamente al Hijo y le entregó todo lo suyo, menos el ser Padre, y el Hijo recibe todo por amor, y entrega todo por amor al Padre, menos el ser Hijo. Y la comunión en ese amor es manifestación del Espíritu Santo, persona también, que abraza al Padre y al Hijo, y nos extiende su abrazo a nosotros para transformarnos y hacernos participar del ser del Hijo, para hacernos hijos en el Hijo.

Así, siendo hijos, por decisión propia, por aceptación voluntaria y libre del don dado por Dios (la invitación del Padre, el rescate y liberación hecha por el Hijo muerto en la cruz y resucitado, y la transformación que produce el Espíritu Santo de Dios en nuestras personas en hombres nuevos a imagen de Jesús) es que participamos en el Hijo de esa relación filial divina. 
Cuando el Padre "elabora su plan" piensa en "integrar a su familia" a las creaturas capaces de decidir responsablemente y de optar por Él. No obligará  a nadie. El que quiera participar con Dios de la vida divina, debe optar por aceptarla, por adherirse, por cuidarla y conservarla.
Cuando el Padre engendró a su Hijo desde toda la eternidad, ya pensaba en el hombre. Por eso Pablo dirá "fuimos creados en Cristo Jesús".
Participamos de la relación de amor de Cristo Jesús con el Padre.
Participamos de la grandeza de ser hijos.
Participamos de la vida de Cristo Jesús dada en la cruz, y recibida en los sacramentos.
Participamos de la herencia de Cristo Jesús porque nos ha sido prometido el Reino.
Participamos de la eterna alabanza y adoración del Hijo al Padre a través de la liturgia.
Participamos de la novedad de la resurrección porque la humanidad de Cristo ya está resucitada y lo estará la nuestra.
Participamos del hombre nuevo, Jesucristo, al ser transformados por la gracia. 
Participamos de su Cuerpo, al ser Iglesia.

jueves, 12 de marzo de 2009

Eres mi Dios.

"Yo, Yahveh, soy tu Dios." (Exodo 20,2)

Parecieran resonar estruendosamente por todo el universo estas palabras para el que las escucha con el corazón.
"Yo", en primera persona, iniciativa, resolución, libertad, poder...
"Yahveh", totalidad, dinamismo inacabable, poder expresado, acontecer puro, el que siempre es nuevo, y nunca cambia de ser nuevo, nunca deja de ser nuevo, nunca se agota, el que se manifestó, se manifiesta y se manifestará, el que siempre está, Él...
"Soy tu Dios", el autor, el creador, la verdad, el Padre, el principio y el fin, el Señor con soberanía absoluta...

Gracias, Dios mío, por haberme hecho escuchar esas palabras, por haberme regalado el recibirlas. Por haberme dado la gracia de aceptarlas, de gustarlas, de probarlas, de experimentarlas, y por toda la esperanza que me dan.

Gracias, Dios mío, por ser tan firme, por ubicarme frente a ti, por hacerme comprender quién eres, y quién soy. Gracias por darme el norte de mi existencia, más que el norte, la finalidad de mi existencia. Gracias por habérteme dado a conocer. ¿Qué hubiera sido de mí si no te hubiese conocido?

Gracias por haber acontecido en mi vida, y porque mi vida aconteció por ti. Gracias por crearme, gracias por haberme hecho existir. Gracias por haberme dado mi identidad. Gracias por haberme enseñado a hacerme cargo de mi identidad. Gracias por manifestar a todos tu amor. Gracias por haberme enseñado a dejarme amar por ti.

Gracias porque eres novedad pura, infinitamente nuevo cada segundo, porque eres inabarcable, y al mismo tiempo has querido mostrarte encarnado, simple, sencillo, como uno de nosotros, desnudo.

Gracias porque me has invitado a vivir para ti.

Tú eres mi Dios.

Más inmenso que el universo eres Tú, Señor, mi Dios.

sábado, 7 de marzo de 2009

EL HIJO

Dos hijos.
El de Abraham y el de Dios.

Ambos hijos llevados al sacrificio.
Ambos hijos respondieron por obediencia.
Ambos hijos sobre un altar, la leña y la cruz.
Pero el hijo de Abraham vivió, porque se le perdonó la vida, porque un carnero ocupó su lugar.
Mas el Hijo de Dios murió, no sólo no se le perdonó la vida, sino que se le cargaron todos los pecados del mundo sobre sí.
Yo soy hijo de Abraham. Yo soy el hijo de Abraham, y mi vida está en las manos de Dios. Él tiene derecho a reclamarme la vida, porque es mi Creador. Pero hace lo contrario, me otorga la vida, la Vida, la vida nueva, porque es mi Padre.
La vida que el Padre me otorga es la vida de su Hijo. Sacrifica a su Hijo para darme su vida. Pero su Hijo no es sólo hombre que muere en la cruz. Su Hijo es Dios que comparte con el Padre todo el amor hacia el hombre y el deseo de darle vida al hombre. Comparte su amor por mí, y su deseo de darme la vida, la Vida, Su Vida. Y se sacrifica por mí.
No hay libertades violadas.
Hay amor expresado hasta el extremo.
Amor irrevocable.
Yo, hijo de Abraham, estoy llamado a vivir de ese amor, a vivir por ese amor, a vivir para ese amor.
Yo, hijo de Abraham, estoy llamado a vivir amando, a volver mi amor irrevocable.
Si el Hijo vive en mí.
Si entrego yo, libremente, mi vida al Padre, como el Hijo.
Si me vuelvo, de verdad, hijo.